Las esponjas suelen contar historias muy
interesantes, el único problema es que lo cuentan en voz muy baja y para oírlas
hay que lavarse muy bien las orejas. Una esponja me contó una vez lo siguiente:
En una época lejana, las guerras duraban mucho, un rey se
iba a la guerra y tar- daba treinta años en volver, cansado y sudado de
cabalgar, y con la espada tinta en chinchulín enemigo.
Algo así le sucedió al rey Vigildo.
Se fue a la guerra una mañana
y volvió veinte
años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.
Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina
Inés, fue prepararle una bañera con agua caliente. Pero cuando llegó el momento
de sumergirse en la ba- ñera, el rey se negó.
–No me baño –dijo– ¡No me baño,
no me baño y no me baño!
La reina, los príncipes, la parentela real y la
corte entera quedaron estupefactos.
–¿Qué
pasa, majestad? –preguntó el viejo chambelán– ¿Acaso el agua está dema- siado
caliente? ¿El jabón, demasiado frío? ¿La bañera, demasiado profunda?
–No, no y no –contestó el rey– pero yo no me baño nada.
Por muchos
esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.
Con todo respeto trataron de meterlo en la bañera entre
cuatro, pero tanto grito y tanto escándalo formó para escapar
que al final lo soltaron.
La reina Inés consiguió cambiarle las medias, ¡las medias
que habían batallado con él veinte años! pero nada más.
Su hermana, la duquesa Flora le decía:
–¿Qué te pasa, Vigildo? ¿Temés oxidarte o
despintarte o encogerte o arrugarte...?
Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se
atrevió a confesar.
–¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las
batallas! Después de tantos años de
guerra, ¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañera de agua
tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono
dramático:
–¿Qué soy yo, acaso un rey
guerrero o un poroto en remojo?
Pensándolo bien, el rey Vigildo
tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo? Razonaron bastante, hasta que al viejo
chambelán se le ocurrió una idea. Mandó hacer un
ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su
escudo, su lanza, su caballo,
y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados
del rey. También construyeron una
pequeña fortaleza con puente levadizo y con cocodrilos del tamaño de un carretel,
para poner en el foso del castillo.
Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que
navegaban empujados a mano o soplidos.
Todo esto lo metieron
en la bañera del rey, junto
con algunos dragones
de jabón. Vigildo quedó fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!
Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó
a sus soldados, y ahí nomás inició
un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según
su costumbre daba órdenes
y contraórdenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:
–¡Avanzad,
mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis, cobardes! ¡Por el flanco iz- quierdo!
¡Por la popa…!
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
También que esa costumbre quedó
para siempre. Es por eso que todavía
hoy, cuando los chicos se
van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos,
sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es
bañarse.
que lindo cuento
ResponderBorrarque lindo cuento profe
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